Sobre la República: contexto y valor político

Fernando Ayala nos ofrece un interesante y profundo análisis acerca de la República, sus fundamentos y la justa forma en la que debe ser juzgada, desde la equidistancia y prospectiva que sus valores ponen sobre el tapete de nuestros días en esta España del Siglo XXI. 

Por Fernando Ayala.-

Secretario Para el Análisis de la Historia Socialista de la CEP del PSOE de Cáceres

El presente artículo tratará de conseguir, a modo de ensayo, trasladar una serie de reflexiones, imbuidas de sentido histórico, sobre el valor, la definición, la presencia e incluso la conveniencia o inoportunidad de la República en las sociedades del siglo XXI.

Para ello y, situándonos en España, haremos un somero recorrido por el devenir de las dos experiencias fallidas que se sucedieron en el siglo XIX y en el XX. Nos detendremos a continuación en un conjunto de matizaciones del concepto republicano, procurando deshacer posibles y regulares equívocos, culminando con un análisis de las causas que persigue esta organización de nuestra vida en común, las consecuencias que ha ocasionado e incluso atreviéndonos a sugerir pretensiones diferenciadoras con otros modelos tanto añejos como actuales.

El sistema político republicano se introdujo en una España convulsa a finales del siglo XIX siendo un breve paréntesis que, sin embargo, sirvió para incluir en nuestro vocabulario conceptos como federalismo. Cierto es que las condiciones en las que se desarrolló no fueron las más adecuadas, así como, su final tampoco se puede esquivar calificándolo como imprevisto.

Por otra parte la siguiente muestra que se produjo en 1931 sí estuvo impregnada de grandes dosis de realismo o posibilismo. Sí podemos afirmar que no hubo impremeditación. Ahora comprendemos el elevado número de razones que demandaban los cambios. La Segunda República advino, pues, rodeada de un conjunto de antecedentes que facilitaron su puesta en marcha.

De esta forma y como ya se ha encargado la historiografía y la abundantísima bibliografía al respecto de remarcar, unas sencillas elecciones municipales, las del 12 de abril, se convirtieron en un plebiscito capaz de hacer fenecer el anquilosado régimen monárquico.

Rápidamente nos encontramos ante un feliz nuevo escenario. Sin apenas incidentes, y en medio del júbilo general, la sociedad española estrenó una nueva fórmula de convivencia, esta vez auténticamente democrática.

Claro está que las discusiones sobre la naciente Constitución determinaron su singladura. De esta manera nos encontramos con un sistema centralista pero que, evidentemente, respetó las Autonomías, hasta el extremo de aprobar posteriormente los incipientes Estatutos de algunas de ellas y lamentablemente (por las consecuencias del golpe de Estado de julio de 1936) ver coartados otros.

A su vez fueron naciendo, por un lado, y consolidándose por otro, una gran variedad de fuerzas políticas que abarcaron todo el amplio espectro que va desde la ultraderecha hasta la ultraizquierda: partidos fascistas, conservadores, liberales, centristas, izquierdistas, socialistas, comunistas… así como crecieron los sindicatos, de los que sobresalieron espectacularmente la socialista UGT y la anarquista CNT.

Esto dio lugar, a su vez que, a diferencia de lo que la oscura historia posterior quiso catecatizar, se produjera una alternancia en el poder: en las elecciones generales de junio de 1931 la victoria fue a parar a una coalición de centro izquierda: socialistas y republicanos. En noviembre de 1933 el triunfo fue clamoroso para el centro derecha: CEDA y el Partido Republicano Radical. Mientras que en febrero de 1936 las elecciones las ganaron, ante una polarización del electorado, el Frente Popular, integrado por republicanos de izquierdas, socialistas y comunistas, pero con un programa eminentemente moderado y en absoluto se puede caracterizar como revolucionario. Queda, por consiguiente, demostrado, que durante tres legislaturas, los españoles pudieron disfrutar de un amplio elenco de fuerzas de diferente matiz ideológico, al frente de sus destinos.

Cuestión distinta fue el transcurrir de la vida cotidiana, plenamente impregnada de una constante preocupación por las sucesivas alteraciones del orden público que marcaron estos intensos años y que además convirtieron a las instituciones en un referente de perpetua interinidad al no poder solidificar ni su autoridad, ni sus posiciones, por su diario cuestionamiento y por verse sucesivamente expuestas al socaire de los cambios.

De esta forma problemas como el religioso, el paro obrero, la educación, las obras públicas, la vida interna de las sociedades… llevaron implícita la receta de ser examinadas como parte de un futuro imperfecto que se terminó de escribir cuando, una parte de la sociedad decidió no aceptar la situación legalmente adoptada por la mayoría de los españoles, o bien cuando entendió que los resultados de los comicios perjudicaban a sus intereses, ya sean morales, ideológicos o económicos. Decantándose entonces por retroceder a nuestro país al siglo XIX adornado en estos momentos con el barniz de la dictadura fascista que iba paulatinamente barriendo amplias zonas de Europa.

Vistos así los experimentos republicanos nos quedaría la duda a despejar del significado del concepto, dentro de su contexto más real, de República. Y llegados a este punto sería bueno aportar una serie de meditaciones que contribuyan a desmitificar el tópico que asocia régimen republicano con radicalidad, marginalidad, extrasistema, desorden… Creo que, en buena lógica, lo anteriormente expuesto sería suficiente para dejar claro que la República puede tener todos los colores, o matices que cada conjunto de ciudadanos organizados quieran darle. Prueba de ello es que en la actualidad tienen régimen republicano algunas de las principales potencias del mundo: desde Estados Unidos, hasta Alemania, pasando por Francia o Italia y Portugal, por citar algunas de nuestro entorno. Prueba de ello es que en los últimos 25 años han sido gobernadas por líderes de diferentes, y antagónicas, fuerzas políticas: conservadores, liberales, socialistas, republicanos, demócratas, laboristas…

Pero todavía podemos encontrarnos (la mentalidad es una de las cosas que más trabajo y tiempo cuesta modificar) con gente que, pensemos que ingenuamente, mezclan o confunden lo que es la Jefatura del Gobierno con la Jefatura del Estado. El régimen político (dictaduras, democracias…) con el modelo de organización (monarquías, repúblicas…). Y es que fácilmente obvian el adjetivo: es decir el carácter democrático, parlamentario, o por el contrario, falsamente “popular” de éstas. Y es precisamente lo sustancial.

En síntesis hablar de régimen político es plantear las reglas del juego desde el respeto. Bien está que a la hora de valorar la conveniencia o la oportunidad de la República debemos conjugar la racionalidad con los sentimientos, las preferencias particulares con los intereses colectivos.

Por lo tanto el juzgar a nuestras altas magistratura por temas tan banales como su estatura o su aspecto físico, por su simpatía o su aparente cultura, por su distanciamiento o proximidad a la ciudadanía o simplemente por el grado de aceptación o de influjo que tiene el sentido histórico, contribuye, a mi juicio, a tergiversar el indispensable significado de su presencia: la representación.

Es ante ello donde cabe la pacífica rebelión. De esta guisa podemos argumentar que igualmente podrían ser representativos de la patria, aquellos que no tienen la hipoteca o la deuda de la sangre. Es decir, aquellos que de manera tangencial cumplen el mínimo requisito que avala a cualquier demócrata que justifique su existencia: el ser electo.

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